Resumen(4)

En la estación me tocó visitar los lugares para comprar, puestos a ambos lados de la etación para no aburrirme de la espera que ya sabía que me esperaba. Las cosas en Finlandia están sensiblemente más caras que en España, pero lo básico para sobrevivir está más o menos al mismo precio; claro que, estando en la estación de trenes, las cosas no eran de lo básico para sobrevivir.

En el pasillo principal, a la izquierda estaban las taquillas y lo que parecía la salida del metro, que estaba en obras, rodeada con una cinta de plástico color rojo y amarillo. Me puse en la taquilla y le pregunté amablemente a la señora, una cincuentona de pelo rizado y marrón, cuándo salía el próximo tren para Joensuu.
Por 58 euros cogí un billete para Joensuu sin escalas y con cama, ya que la diferencia con el que tenías que cambiar de vagón en un pueblo finlandés perdido de la mano de Dios y con butaca en vez de cama era de 11 Euros. Le pregunté por descuentos para estudiantes pero me dijo que sin la tarjeta de la Student Union no podía hacer nada. Todo eso lo supuse porque ella no sabía explicarse, yo ya lo había leído, y porque me señalaba un cartelito con las tarjetas permitidas para descuentos y yo no tenía ninguna de ellas.

Me tocaba esperar con mis treinta kilos de equipaje sin contar mi mochila de mano y mi portatil durante tres horas en la estación, y me senté en los bancos de al lado de la taquilla a mirar a la gente pasar y a leer a Palahniuk. Nana, el libro que traía entre manos, se acabó antes de que la espera terminase y el resto de mis libros estaban en la maleta que no quería abrir en medio de una estación medio atestada de gente.

La chica rubia sacó un billete y se sentó a esperar cerca de donde estaba yo. Como no quedaba otra cosa que hacer, escuché un poco a la gente hablar finlandés. Evidentemente no entendí nada de lo que decían, pero me permitió ver una de las costumbres finlandesas más arraigadas: la borrachera terminal.

Los jóvenes que pasaban eran casi todos unos pintillas, intentando salirse de la norma; unos quiero y no puedo del sistema finlandés de valores del que hablaré en alguna parte, supongo. La gente era cosmopolita y no se diferenciaba mucho Helsinki de cualquier otra ciudad europea por el multiculturalismo y la inseguridad que despertaban sus espacios públicos. Nada de las promesas de civilización que Jesús Villegas y el cuaderno morado de bienvenida me habían prometido. No obstante, tampoco era como para asustarse; yo ya había viajado por el mundo y nunca me había pasado nada.

Miraba a cada rato el enorme reloj analógico colgado enfrente de donde yo estaba sentado, una de las entradas laterales de la estación, en la que no paraban de entrar y salir gente.
Un rato antes de irme, como una media hora, llegó un borracho finlandés y se sentó entre la chica rubia y yo. Su cara estaba cortada por una profunda herida, al parecer de cuchillo, que empezaba bajo el ojo izquierdo, le cruzaba la nariz y seguía bajando por el otro pómulo.
Le dijo algo a la chica rubia, y ella no respondió nada. Poco después sacó una botella de la parte interior de su gabardina y le echó un buen trago. Estaba borracho cuando llegó, pero lo que se aprende de los finlandeses es que hasta que no se caen al suelo de puro borracho no paran.

Un poco después de su trago me habló a mí y reconocí el vodka en su aliento. No recuerdo si dije I don´t understand o En ymärrä, pero después de dos minutos más me fuí al andén a esperar el tren.

Finalmente el tren llegó a la vía correspondiente y ví a la chica rubia esperando y también a otra morena. La más nerviosa parecía la morena que parecía no estar segura ya ni cual de sus manos era la derecha y preguntaba por cada paso que daba.

Nuestro vagón, ya que todos ibamos al mismo y todos a Joensuu sin escalas, estaba al final del todo y mis brazos no podían más con el equipaje. Me ofrecí a ayudar a la chica rubia y ella dijo amablemente que no la necesitaba, pero que gracias; tuvo que ofrecérmela ella a mí con mis maletas, pero le dije lo mismo que ella a mí.

Tras esto, las chicas se metieron a sus cabinas y yo me senté a comerme unas conchas compradas en el Alcampo antes de venir y a beberme un bote de zumo. También saqué un par de fotos de la estación de Helsinki.

Estacion de Helsinki

Tras esto, me metí a mi cuartucho. Mis padres no hacían más que enviarme mensajes diciendo que estaban preocupados, pero gasté el poco saldo que tenía y que yo creía bastante (cinco euros puestos el día antes de salir) para una llamada en Finlandia o cinco mensajes, pero que se agotó al enviar un solo mensaje a mi tutora Henna avisándole de que iba a llegar un día tarde. Sin poder ponerle remedio, me puse a dormir en el tren.

Me desperté varias veces por la noche y me quedaba mirando por la ventana los árboles y lo que hubiera, para poder echar el primer vistazo al país, pero en realidad no podía ver más allá de lo que el tren iluminaba, apenas unos metros.
La cabina era no muy ancha, pero como la tenía para mí solo pude llenarla con todas mis cosas en todos los estantes y camas posibles y tenía mi propio lavabo y mis propias toallas, todo listo para la mañana siguiente lavarme un poquito, que un día entero de viaje para llegar a Finlandia había hecho mella en mi olor corporal.

Me desperté varias veces sin saber dónde estaba y seguía durmiendo. Mi móvil con menos batería de la que creía se apagaba constantemente y mi reloj que se atrasa por las noches, no sé si por culpa de la poca pila o del golpe que le dí hace tiempo, no ayudaba saber siquiera a qué hora me encontraba.

Por la mañana un amable revisor finlandés abrió la puerta de mi cabina y me dijo algo en finlandés.

— Pues vale. Kiitos

Al menos dijo Joensuu en la frase, así que me aseé y me preparé para ver mi nueva ciudad por primera vez.



Poema sobre los nórdicos

Antes de venir a Finlandia ví este poema de Sergi Puertas que hablaba sobre los nórdicos. Yo he hablado alguna vez con otros Erasmus aquí sobre los problemas que tienen en Finlandia con el número de suicidios de la gente, asi que os dejo con el poema y sacad vuestras propias conclusiones.

Nórdicos

Los nórdicos siempre
y siempre sin excepción
se suicidan.

Los nórdicos pasean
por Zurich y por Viena y por Estrasburgo
en busca de un comercio nórdico
donde adquirir cinturones de cuero resistentes.

Antes de comprar los cinturones
los nórdicos tiran de sus extremos con firmeza
para comprobar su resistencia.

Los nórdicos pasean entonces
por los bosques que circundan
Zurich y Viena y Estrasburgo
en busca de un árbol de tronco grueso
dotado de gruesas ramas
que soporten su peso nórdico.

Los nórdicos se ahorcan
precisamente con sus cinturones de cuero recien adquiridos
del árbol mas propicio para ahorcarse.

Los nórdicos son hallados mas tarde ya cadáveres
por otros nórdicos
quienes se ven compelidos a la penosa tarea
de cortar el cinturón y bajarlos del árbol.

Los nórdicos se distancian así
con sus cinturones y sus bosques y sus ahorcamientos
a millas de distancia
en un record de suicidios
ya totalmente imbatible.

Los nórdicos son gente acomodada y solvente
a menudo gente rica
y siempre gente cultivada.

¿Por qué se ahorcan los nórdicos?

Solamente el ser acomodado y solvente
y muy precisamente rico
y especialmente cultivado
ofrece espacio y perspectiva y tiempo

para adquirir ya plena consciencia
de lo que hubo
de lo que hay
y de lo que
habrá.



Resumen(3)

El vuelo de Ámsterdam Schipol a Helsinki fue de dos horas, pero el piloto no pudo compensar el retraso de la salida y llegamos tarde a Helsinki.
En el avión volví a dormirme y hasta me perdí los pequeños pero al parecer deliciosos bocadillos que ofrecía la compañía. Al té si llegué y me puse una buena y caliente taza, para calmar un poco el frío que siempre hace en todos los aviones. Cuando me terminé el té, no demasiado bueno, me volví a echar el abrigo por encima y seguí durmiendo hasta el aterrizaje.

Hay personas a las que les asusta volar, y cuanto más vuelan más miedo les da; como mi hermano. Mi historia con los aviones no es tan mala.
El primer avión en el que me monté fue con unos tres meses, y a partir de ahí le he ido cogiendo gusto a los vuelos. Normalmente el despegue y el aterrizaje son lo que más miedo da, pero realmente son lo único interesante en el vuelo, y la sensación es parecida a una montaña rusa. Normalmente suelo coger un avión (dos, claro) cada dos años, pero este año parece que se están intensificando las cosas.

Desde luego yo me suelo sentir agusto en el aire. Las fotos que algunos amigos tomaron de las vistas a 10000 metros de altura, con el cielo despejado cuando sobrevolábamos dinamarca son geniales, y por el resto es tan malo como ir en autobús.

Finalmente aterrizamos en Helsinki una hora tarde, a cosa de las 5 de la tarde locales; demasiado tarde para coger ningún tren.
El aeropuerto de Helsinki era un caos para encontrar mi equipaje, pero bastó preguntar a una sonriente azafata y seguir al resto de la gente para llegar al lugar de recogida de los equipajes. Cogí mis cosas y salí detrás de las chicas españolas, con las que no llegué a hablar en ningún momento.
En el hall del aeropuerto ellas encontraron a su tutora y supe que me tocaba buscarme la vida más o menos solo hasta llegar a Joensuu. Se me ocurrió preguntar en el mostrador de Finnair si había vuelos que fueran a Joensuu con tarifa de last minute, pero desgraciadamente me tocó irme a la estación de tren.

En Helsinki, como en el resto de las ciudades importantes, hay más de una estación de tren. No sé el nombre de la más cercana al aeropuerto, pero para ir a la estación central hay que salir fuera del aeropuerto y tomar el bus local número 615 por 2,5 euros. Otra posibilidad es subirse en el bus de Finnair y llegar al mismo sitio, pero sale por el doble de precio. La frecuencia de autobuses no es terriblemente mala, de modo que no tuve que esperar mucho para coger el bus.

En el bus desde el aeropuerto hay un compartimento para los equipajes de la gente que se llenó en seguida y tuve que llevar todas mis maletas relativamente a mano. A mi lado se sentó una chica rubia, con ojos azules que parecía que sólo supiera mirar al suelo con ellos. También en el bus iban subiendo finlandesas y una pareja de ingleses que no pararon de hablar entre ellos en todo el viaje del aeropuerto a la estación de trenes. Yo intentaba entender algo pero sólo podía coger palabras sueltas. No muy esperanzador para el resto de mi estancia.

En las curvas del bus el equipaje que no estaba en los compartimentos se caía al suelo y había que estar muy pendiente de él. Durante todo el trayecto tuve que estar de esa guisa y no pude ver mucho de Helsinki, apenas las afueras, verdes por todas partes.

Media hora después de salir del aeropuerto, en la última parada del bus (por lo que no tiene desperdicio) llegué a lo que parecía una de las plazas principales de Helsinki. Muy amplia y austera, pero bonita. La estación de trenes era un vasto edificio marrón, con un capitel, columnas y unas pocas escaleras grises.
Bajé con la chica rubia del bus y entramos cada uno por separado en la estación de trenes.

Detro del edificio hay varias zonas, al entrar en el hall, a la izquierda, hay unos cuantos teléfonos. Le prometí a mi madre que llamaría cuando estuviera en Finlandia, con lo que intenté llamar desde las cabinas.
En el aeropuerto de Ámsterdam no había tenido problemas para llamar a España con España Directo, pero en Finlandia todas las cabinas son de tarjetas y el número gratuito de España Directo no funcionaba.



Resumen de mis primeros días en Finlandia (2)

Antes de entrar en el avión tuve que estar esperando con el resto de la gente a que abrieran la puerta del pasillo que conduce al avión. Parecía no ser el único en esa situación. Como la cosa tardaba saqué mi libro de Palahniuk y me lo puse a leer en una esquina, apartado de la cola de gente.

Cuando la cola empezó a avanzar, seguí leyendo; y así hasta que sólo quedamos unos cuantos. Un chico en la puerta con el pelo largo y rizado estaba diciéndoles a sus amigos que siguieran, que se metieran en el avión, que él intentaría arreglarlo.

En el avión me puse en ventanilla y detrás del ala, como me gusta. El avión salió con una hora de retraso y nadie del personal del avión hablaba español. Tuve que agudizar el oido para entender qué demonios estaban intentando decirme. Fue mi primer contacto con el inglés a gran escala. Nadie podía ayudarme a partir de entonces si no me ayudaba yo mismo. Ya estaba fuera de casa.
En el avión seguí con mi lectura y me quedé dormido hasta la hora del desayuno.

Compré mi billete en la página web de KLM, que no tiene precios del todo malos, aunque los horarios estén un poco pillados para llegar a Helsinki a tiempo para enlazar con el primer tren y hacer el viaje lo más corto posible. El equipaje se embarca en Madrid y se encargan de cambiarlo de avión automáticamente, cosa que me tenía preocupado por si no era verdad, pero que al final se solucionó solo. Sólo hay que preocuparse por coger el equipaje al final, ya que en el resto del mundo no bajas directamente del avión hacia los equipajes, sino que tienes que buscar tú mismo por los carteles en idiomas que no entiendes dónde están todas tus cosas.

El vuelo se me hizo corto por ir dormido la mayor parte del tiempo. En hora aterrizamos en el aeropuerto internacional de Ámsterdam, rodeados de niebla a pocos metros de la pista y frío.

En el aeropuerto nunca hay mucho que hacer si tienes que pasar allí tres horas de tu vida. Los vuelos sin escalas realmente valen el dinero que se paga por ellos. No obstante, Schipol está lleno de tiendas de todos los tipos en los que se puede pasear tranquilamente, eso sí, no con mucho equipaje de mano, como fue mi caso.

En la tienda de delicatessen me compré una caja de siroopwafelen, delicia holandesa con varios acidulantes y conservantes que sin embargo parece un par de tartaletas tostadas con una fina y riquísima capa de miel en su interior. El resto de las tiendas iban desde las ya clásicas tiendas de chocolate, donde los Toblerone son el artículo a adquirir, hasta las de alcohol de todos los colores y tamaños y que desgraciadamente tuve que dejar de comprar porque tenían un precio (caro) para viajar dentro de la UE y otro más barato para viajar fuera. De todas maneras mi equipaje de mano rebosaba cosas por su mala colocación y además ya pesaba lo suficiente.
También había tiendas de ropa, souvenirs holandeses, de gafas de sol y mucho más. El aspecto general del aeropuerto era de modernidad, y en él había una pared sobre la que se proyectaba publicidad, una fuente grande pero con pequeños chorros y muchos sitios donde sentarse, como el sofá estilo Dalí que representa unos labios.

Compré un paquete de chicles en la tienda de prensa internacional y leí los titulares de los periódicos españoles. No me iba a importar lo que pasase en España durante el próximo año. De hecho, el presidente podía haber sido asesinado y yo no me daría ni cuenta.

Después de eso me recosté en uno de los butacones para todo el cuerpo que había cerca de la zona de información y que daban a la ventana para poder ver despegues, aterrizajes y esos monstruos voladores quietos.
Luchando por no quedarme dormido ví un rato la CNN, leí a Palahniuk, hice un Tour por el cuarto de baño y me dí un par de paseos por el aeropuerto.

Cuando fui a embarcar ví que habían cambiado la puerta de embarque y por treinta segundos sentí un poco de pánico. Después pregunté y me fui hacia la mía tranquilamente.
Allí había un par de chicas que había visto en el vuelo Madrid-Ámsterdam, que estaban también esperando para ir a Helsinki. Las miré, me miraron y después de un retraso de una hora, embarcamos.
— Genial — pensé — ahora no cojo el tren a Joensuu ni de coña.